A veces, con la mejor de las intenciones, sembramos problemas. Días atrás , el equipo de FM Laser, decidimos invertir en un domo —esa cámara esférica que disimula hacia dónde mira y resiste el clima— para aportar un registro continuo, aunque difuso, de lo que ocurre en la ciudad. Pensamos en las denuncias que se repiten: hurtos, robos de vehículos, entraderas, asaltos a comercios. Creímos que, llegado el caso, esas imágenes podrían ayudar a esclarecer un delito. Buena voluntad, inversión real y la convicción de estar sumando.
Hasta que alguien nos hizo “caer la ficha” y se encendió la alarma. Una dirigente barrial nos pidió que retiráramos la cámara porque violaba la privacidad de los vecinos. Y tenía razón. No lo habíamos mirado desde esa perspectiva: lo que consideramos una herramienta de seguridad podía transformarse, para quien está del otro lado, en una forma de vigilancia no consentida. La señora tenía razón y actuamos en consecuencia: llamamos otra vez al técnico, lo hicimos subir los 40 metros de la torre y desinstalar el equipo. Pagamos el trabajo, asumimos el costo y nos quedó el sabor amargo de haber convertido una buena intención en “plata tirada”. Pero también nos quedó un aprendizaje.
Esta experiencia mínima nos llevó a Jean Jacques Rousseau y a la idea del “contrato social”: convivir es acordar límites, reglas claras y responsabilidades compartidas. La tecnología —domos, cámaras particulares, drones— no es ni buena ni mala en sí misma; se vuelve útil o dañina según el marco que la rodea. Si ese marco falta, la buena voluntad se extravía y un domo puede terminar siendo, literalmente, un florero caro.
Nos preocupa, además, que no se trata de un episodio aislado. Cada vez es más frecuente ver drones sobrevolando a baja altura barrios enteros. Quien los maneja tal vez lo viva como un entretenimiento inofensivo, pero desde abajo esas lentes capturan patios, rutinas, rostros, matrículas. En manos de alguien sin malicia puede ser un juego; en manos equivocadas, una herramienta para mapear hábitos y vulnerabilidades. Lo mismo ocurre con cámaras particulares mal orientadas: una cámara que apunta a la vereda puede convertirse, sin quererlo, en un reloj que delata a qué hora entra y sale cada vecino. Y un día, frente a un delito, la pregunta puede torcerse: ¿quién les dijo a los delincuentes que a esa hora no estaba? ¿quién registró que esa puerta suele quedar sin llave por unos minutos? La herramienta que prometía “más seguridad” podría volverse prueba de un uso imprudente o, peor, de un abuso.
Por eso, esta columna no es catarsis por un gasto fallido: es un llamado a ordenar. Pedimos a nuestros concejales que pongan el tema en agenda y -si existe, que la difundan- pero si no existe ya, discutan y sancionen una norma local específica para el uso comunitario y privado de tecnologías de videovigilancia y drones. No para prohibir, sino para permitir bien: con reglas sencillas, conocidas y cumplibles. Algunas pautas básicas que podrían formar parte de ese marco:
- Aviso visible y consentimiento informado cuando corresponda.
- Delimitación de ángulos y zonas: nunca apuntar a ventanas, patios o interiores ajenos.
- Límites de retención y custodia de las imágenes, con trazabilidad de quién accede y para qué.
- Acceso a registros solo ante requerimiento judicial o autoridad competente.
- Prohibición de sobrevuelo de drones a baja altura sobre domicilios sin permiso.
- Registro municipal voluntario/obligatorio de dispositivos comunitarios, con responsable identificado.
- Sanciones proporcionadas para el uso indebido y canales claros de denuncia.
Nada de esto reemplaza el sentido común: antes de instalar, volar o encender, pensar. Mirar la decisión desde el mayor número de perspectivas posible. Preguntarnos no solo si “sirve para la seguridad”, sino también si respeta la intimidad, si no pone a otros (o a nosotros mismos) en riesgo, si cumple con la legislación vigente. Y, cuando haya dudas, pedir orientación al Estado local. Una regla clara evita conflictos, mejora la cooperación y convierte a la tecnología en aliada, no en enemiga.
Nuestra equivocación fue no hacer esas preguntas a tiempo. Aceptamos el tirón de orejas, agradecemos que nos lo hayan marcado y lo contamos porque puede evitar que otros tropiecen con la misma piedra. La seguridad es un derecho; la privacidad, también. Hacerlas convivir no es imposible: requiere diálogo, normas y responsabilidad.
Moraleja: antes de decidir, pensar en todas las miradas. Así, ningún “domo” terminará como florero. Y, sobre todo, ninguna buena intención se convertirá en un problema para todos.